Hijo, cuando llegas a casa con tu ancha sonrisa y me das un abrazo, me levantas el ánimo y me alegras el día. Cuando me entero que resolviste un problema, o lograste, personalmente algo nuevo, me siento feliz y me digo:"ése es mi hijo".
Pero cuando te veo triste o pensativo se me parte el alma. Me pregunto en qué fallé, qué no te dije. Porque, de veras hijo, yo soy tu copiloto en este recorrido por la vida.
Si bien tú llevas el timón y tomas tus propias decisiones, mi deber es avisarte qué es lo que vas a encontrar en la ruta o qué hice yo en situaciones parecidas.
Tengo que prevenirte de los peligros que no se ven, para que puedas avanzar con libertad.
Yo hubiera preferido que seas eternamente niño. Que conserves la inocencia con la que viniste al mundo. Que tu camino sea una alfombra de flores y que vivas al margen de los conflictos del ser humano. Pero tanta belleza no es posible hijo mío. La vida está hecha de otra manera.
Dios ha querido que le des felicidad al hogar de tus padres. Que los acompañes durante algunos años y que luego formes tu propia familia. Ese es nuestro destino. Me pasó a mí y le pasará a tu hijo.
Por eso, muchas veces con dolor, sabiendo que te podías lastimar, tuve que dejarte sólo. Porque debías descubrir por ti mismo las cosas buenas y malas de la vida; desarrollar tus propias capacidades y ganar experiencia con tu costo personal.
Porque el más grande derecho que tienes hijo mío es el de vivir tu propia vida; y prepararte para ella fue mi mas hermosa tarea.
Necesitabas aprender a sufrirla y disfrutarla. Era la única manera de que conozcas lo suficiente para que después sepas guiar y aconsejar bien a tu hijo. Para que algún día te sientas orgulloso de él como yo me siento hoy de ti, hijo mío.
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